El ruido de las chicharras y ese calor insoportable que se podía combatir con licuados de banana. Afuera la pelopincho emanaba el olor a plástico caliente y por los mosaicos se escurrían los charcos de agua. Acostados en la cama veíamos la luz escurriéndose por la persiana y las aspas del ventilador de techo que se movían peligrosamente. Sabíamos que afuera nos esperaba la pileta pero nos asustaban diciéndonos: “si no se duermen viene el hombre de la bolsa” y “tienen que hacer la digestión porque si se meten les agarra un calambre y se mueren”.
Y nunca nos dormíamos, contábamos historias, inventábamos cuentos y nos reíamos silenciosamente para no despertar sospechas de los mayores. No sabíamos qué día era porque el verano era eso, el disfrute infinito que solo se alteraba cuando llovía y veíamos desde adentro de la casa el agua cayendo en la pileta. Una vez que el sol volvía y el agua no estaba muy fría recomenzábamos el ritual del zambullido: ¿bomba o cabeza? ¡Lo que más salpique!
El momento más triste llegaba cuando había que vaciarla y veíamos cómo la manguera vertía lentamente el agua que además estaría fría, casi congelada. Y entonces nos escapábamos de la cama pero para ir a jugar con los chicos del barrio, tocábamos el timbre y salíamos corriendo (el famoso “rin raje”). También andábamos en la bicicleta, jugábamos carreras y cuando era la hora de despertarse volvíamos a meternos en la cama porque ni bien la abuela terminaba de ver la novela o el programa Yo me quiero casar, ¿y usted? se iba directo a despertarnos para que tomáramos el licuado.
Caminando por las calles de la ciudad me pregunto ¿dónde están los chicos? ¿a quién le tocan el timbre? ¿habrá alguna pelopincho en las terrazas? Cuando paso debajo de un local de ropa un chorro de agua me inunda la cabeza pero yo prefiero el agua de la pile…