domingo, 28 de agosto de 2011

Maestro

Arriba

La orquesta irrumpe. Dos chicas ¿japonesas? enloquecen, aplauden, saludan y se miran entre ellas con sonrisas cómplices. Durante unos minutos de concierto abandonan sus celulares en los que estuvieron consultando direcciones, precios, recorridos de colectivos, restaurantes, actividades. Ahora el celular hiper inteligente graba las imágenes que sienten con el cuerpo, todas enteras, atravesadas: TANGO.

Sin aliento un tema tras otro y él, enorme, inmenso ES bandoneón. El cuerpo arqueado hacia adelante, la fuerza que parece sutil, una energía extraña, innombrable, pero que se siente: así.



Afuera del Centro Municipal de Exposiciones la ciudad se inunda de vapor de alientos quejosos: "Pucha, me muero de frío". Adentro la ropa de abrigo reduce el espacio entre los asientos, un grupo compacto de escuchas. Un joven graba con su cámara el escenario y después se graba a él mismo saludando. Una pareja descubre el lenguaje de sus manos. Dos mujeres se ponen a charlar en voz alta. Al costado de el escenario varias parejas bailan y la periodista de un canal de televisión hace entrevistas en vivo.

Leopoldo Federico habla poco, cede el lugar a su música. La orquesta y el público se crean y renacen entre vibraciones.




Abajo


Un domingo temprano en la provincia de Buenos Aire y una joven que sale a comprar. Al entrar en la panadería lo ve, su vecino con el que nunca antes se había cruzado pero justo ahora, sí, es él. Balbuceando palabras-como-recuerdos mantiene la puerta abierta:

-Maestro, Leopoldo, pase. Que gusto escucharlo en el festival, el sábado pasado, me encantó, disculpe pero me emocioné, que vergüenza-

Se ríe: -¿Usted estuvo ahí?-


volver a
escuchar
el instante mismo
en que:




lunes, 22 de agosto de 2011

NN


"Ya intenté mirar bien de cerca el rostro
de una persona -una boletera de cine-.
Para conocer el secreto de su vida. Es inútil.
La otra persona es siempre un enigma.
Y sus ojos son de estatua: ciegos."

Prólogo de Via crucis del cuerpo
Clarice Lispector


Tanteaba sus últimos minutos, hacía equilibrio en la densa noche de su vida. Un amigo de la infancia caminaba a su lado cuando ingresaron al vagón. Esta vez no tardaron casi nada en darles el asiento pero llegando a Miserere se sintió mal, una puntada fría, honda, que podría distinguir perfectamente, el lugar preciso que le quitaba el aliento y un intento desesperado por oxigenarse. Cayó al piso y su amigo escuchaba los gritos de la gente: se desmayó, debe ser que le bajó la presión, paren, paren y demás exclamaciones protocolares. Los gritos se fueron incrementando, después silencio.

En Twitter advertían que la línea A no funcionaba:

"no arranca mas el subte!! El hombre se murió!!"

"Fuck! Murió la línea A de subte! Voy a probar la C"

"Se murio un tipo en Linea A (Pza Miserere)"





Los pasajeros del tren Sarmiento se acercaron para mirar el lugar del deceso. Peritos, policías, fotos. El amigo de la infancia permanecía inmóvil con su bastón blanco recibiendo el consuelo de la guarda. Un policía agarró una mochila con los guantes de látex y comenzó a sacar las pertenencias: una billetera, otro bastón blanco y unos pañuelos descartables. Los ojos de los pasajeros asistían a la escena tratando de dilucidar lo que había pasado, todo era luz, pura imagen que los absorbía al punto de que no se dieron cuenta de que llegaba el tren.

Una chica le vio la cara, el cuerpo inerte tapado con una bolsa blanca se la había revelado con toda su crudeza. Pudoroso, anónimo, reclamaba una muerte menos espectacular, las circunstancias lo habían depositado ahí, en medio del vagón con toda esa gente a su alrededor. Salvo su amigo.

Esa cara, pálida, los ojos cerrados, la rigidez. La manifestación de un cuerpo en rebeldía, terrorífica. Una revelación que los había vuelto a todos unos perfectos desconocidos.

martes, 16 de agosto de 2011

Duelo


Apareció para recordarle la posibilidad de su inexistencia. La vaciaron.





¿Y qué dirán?


Se tomó el tren de las siete para llegar a horario. No se había percatado de la rutina, volvía siempre, jornada completa. Había que alcanzarle el diario a Pedro que desayunaba de lunes a viernes y algún sábado llevaba a los nietos. Y el café bien cargado, con dos medialunas de manteca. Extrañaba tanto a Elsa, había dejado de venir como quien se extingue sin razones y queda olvidado para siempre. Pero él de vez en cuando tenía la manía de sentir que era ella todos esos que se sentaron en su mesa durante otros tantos años. El loquito de las siete siempre con la pila de libros, impaciente esperando que abrieran. Anteojitos y cara rara encima poca propina, horas y horas meta leer, anotando de vez en cuando. Los turistas que pedían "la foto" que antes había sacado mal seguro, lo habrán puteado en su país de origen y ahora con las camaritas nuevas esas había que repetir unas cuantas veces. Las primeras citas, el nerviosismo de la rubia tremenda esa, parecía de teatro de revista pero estaba tan incómoda, daba la sensación de que le gustaba mucho el tipo. Pocos nenes, pocos, pero que miraban todo con los primeros ojos que yo fui perdiendo con el tiempo, me acostumbré a eso que a todos los deslumbraba, que se yo, es como tu casa viste, al principio te gusta, después te acostumbrás, pero siempre sabés que es tu casa y que no te va a gustar irte y si te vas te vas a acordar de todo para volver con tus nietos a las ruinas y decirles "¿Ves? acá vivió el abuelo y conoció a un señor llamado Pedro, ¿de Elsa te conté? y esa rubia, que minón por favor.".

Che, no no, vení, vení para acá, no se puede entrar.

viernes, 12 de agosto de 2011

La Richmond

"Yo, que veo, tengo también mi profundidad,
ya que estoy adosado a lo visible que veo y que sé
muy bien que me envuelve por detrás. El espesor
del cuerpo, lejos de rivalizar con el del mundo, es,
por el contrario, el único medio que tengo para ir
hasta el corazón de las cosas, convirtiéndome
en mundo y convirtiéndolas a ellas en carne"

"Lo visible y lo invisible", Maurice Merleau-Ponty





Decían que te ibas.

Temí.

Se van a llevar las mesas de madera, las cómodas sillas-sillón, el subsuelo masculino de jugadores de ajedrez, el techo con espejos y molduras en madera. Te fui descubriendo de a poco sorprendiéndome con cada nuevo espacio.

Reemplazarán las luminarias antiquísimas, la atmósfera suavizada con tonos ocre por esa luz tan impersonal de tubo. Y adiós demarcación espacial, minimalismo brillante con estantes de plástico. ¿Y el olor a café? se irá a cambio de zapatillas y vestimenta último modelo a precio dólar para los turistas que desfilan por la calle Florida.

La empresa se agazapará para devorarlo todo con la promesa de mantener la fachada intacta. Como la casa de comidas rápidas, dejaron la construcción exterior pero adentro todo fue correctamente estandarizado, homogeneizado.

Las estrías de la ciudad, las marcas que la madera se resiste a repeler. Opacidad de una visión que avanza dificultosamente, que encuentra en cada objeto una narración inconclusa contra un consumo instantáneo del veo-llevo-compro.

Ayer te declararon sitio histórico y hoy empiezo a temer un poco menos. Pienso en la confitería El Molino, mi insistencia en asomarme por la puerta entreabierta, la dominante de grises y los innumerables anuncios de salvataje. Pero día a día las puertas tapiadas, la suciedad de las paredes y la imposibilidad de recuperar lo que desconozco, esas antiguas voces silenciadas en una violenta omisión.

El lunes cuando pasé delante tuyo me quedé inmóvil, cambié de bar, traté de olvidarme, te reemplacé rápidamente.

Sin embargo persiste en mí cierta nostalgia.

No me gusta hablar tanto en primera persona pero es la primera persona la que se apoderó de mí para decirme lo importante que sos. Ya comienzo a extrañarte.