jueves, 22 de diciembre de 2011

Atardeciendo


"Toda saudade desobediencia.

Espacio! Este cielo ensordecedor.

Caen piedras de hielo.

Lo que yo no decía era materia para pequeños traslados.

Subía a la boca del subterráneo. Golpe de aire insensible,

a los pájaros de la tarde. Podía ser otra, la ciudad."


Fragmento del poema de Ana Cristina César,

Toda saudade desobediencia






Cada vez que paso por la Richmond tengo ganas de tomarme un café pero los vidrios pintados, el silencio absoluto y la sensación de que adentro ya no queda nada. Nada no, porque todas las vibraciones que alguna vez circularon por esas paredes lo embebieron todo, como un latido moribundo pleno de presencia.


Cada vez que paso por el cine Lyon recuerdo las butacas, la ambientación llena de posters de películas, pensar que ahí iba Mary pero no pudo ir más cuando lo convirtieron en Dúplex porque por la pierna no podía subir las escaleras. Años después cerraría para reabrir como Arteplex. Hasta que desapareció definitivamente, no resistió más cierres y el gigante de en frente lo acechaba con su patio de comidas, pochoclos, aire acondicionado y butacas de terciopelo. Ahora en ese mismo lugar está la casa de deportes toda iluminada y en el primer piso las antiguas salas sirven de depósito, guardan cajas de zapatillas y a la pantalla la usan para pegar pedidos. Todavía queda una butaca.


¿Por qué tanta nostalgia de pasado? las cosas desaparecen, se van, TODO se moderniza, y es así, así tiene que ser y así va a ser siempre.


Pero que no te escuchen los fantasmas. Yo, como ellos, busco rastros de un tiempo pasado actualizado, que me nombre antiguas historias, que reverbere en sentimientos, aunque me cueste comprenderlos y me abisme en hoy. Pibe, tocá más alto que no te escucho le dice desde la estación de subte Perú de la línea A un tanguero, un maestro, al joven que toca la guitarra en estación Callao de la línea B, muchísimo más moderna, con escalera mecánica y todo.


O como cuando fui a Los Galgos, elegí la mesa que da la puerta de esquina Callao y Lavalle para que la luz de afuera me permitiera leer mejor. Me senté en las antiquísimas sillas de madera y pedí un cortado al único mozo, el de siempre, de unos sesenta y pico de años, atento a cada uno de los requerimientos de los clientes, audaz para entender señas, con la habilidad de descubrir el gesto, el movimiento, la mirada, y traer ¿la cuentita? El mismo uniforme de siempre, la mismas sillas de siempre y el mismo revestimiento de siempre se conjugan con un teléfono público de los noventa -al lado de una antigua caja registradora- y las mesas de falso acabado en madera, veteadas con blanco. Afuera, en otra de las entradas, la más amplia que da a Callao, dos barrenderos descansan sentados en sillas de plástico y saludan al mozo.


Elijo esa persistencia de lo viejo, la coexistencia moderna con todas las tensiones posibles.


domingo, 18 de diciembre de 2011

No te olvida


“Nos ha permitido desarrollar una capacidad de
observación objetiva, un crepúsculo de precisión
al establecer analogías y diferencias sobre nuestros
sentimientos. El bolero nos convirtió en exploradores”
Iris Zavala en El bolero. Historia de un amor




Casi tambaleándose, un tanto perdida, apareció esa tarde de verano en un teatro. Silenciosa, entró y se sentó en la penúltima fila. Se escuchaban ritmos árabes, bailarinas con enormes pañuelos contorneaban su cuerpo, se desdibujaban con el brillo de los colores y el ritmo del violín. La gente de las butacas saludaba a las bailarinas y los flashes iluminaban la sala. Los ojos le dolían, le quemaban, pero la garganta estaba más despejada y en ese calor agobiante de sala la música la oxigenaba. Después de dos meses recomenzaba, perdida, en el teatro de quién sabe dónde.

A pedido de las bailarinas el público comenzó a hacer palmas. Pero en uno de los números musicales apareció una mujer vestida de amarillo con un ritmo lento, una expresión angustiosa. Ella la absorbió por completo siguiendo cada uno de sus pasos, las manos hundiéndose en el aire, el lamento contenido de una cara que la interpelaba, las caderas se movían casi imperceptiblemente. Los instrumentos enmudecían con la bailarina, como si los anulara a medida que se les acercaba. No podía distinguir el ritmo, pero le recordaba las novelas de Manuel Puig: "Yo cerré los ojos para grabar en mi memoria esa mirada de deseo". ¿Cómo transferiría a los otros la experiencia? A sus amigos les había comentado películas y libros que le habían gustado pero ahora... Ella no se hacía esa pregunta, seguía cautivada por el baile hasta que una persona se le acercó para pedirle que abandone la sala, a su alrededor no había nadie, las luces estaban encendidas y los músicos bajaban del escenario. Las bailarinas ya se habían ido y charlaban con sus familiares en la puerta. Pidió disculpas y salió casi corriendo, tratando de no tropezarse con los escalones.

Cuando estaba por cruzar las vías sintió esa música otra vez, eso fue lo que le impidió escuchar la chicharra y los gritos. Nunca más volvió a ver a la bailarina, tampoco logró que él fuera a despedirla. Pero por unos segundos ella cantó, cantó tan fuerte que también se volvió toda amarilla, pero completamente inmóvil.

lunes, 12 de diciembre de 2011

Fumaba y estaba enojado



Arituqs - Facu <arituqs@gmail.com>12 de diciembre de 2011 11:15
Para: mavir@gmail.com

¡Hola Vir! ¿Cómo andás che tanto tiempo? Me enteré que tenés un blog de crónicas de Buenos Aires y me dieron ganas de contarte algo, sobre todo porque dicen que hay tanto fantasma dando vueltas. Casas embrujadas, el cementerio de Recoleta, esos son los lugares donde generalmente aparecen pero en mi caso fue distinto, no me lo esperaba ni era un lugar muy... ¿de terror? por decirlo de alguna manera.

Yo no creo en nada de eso, hasta lo tomo en broma pero pasó, ¿será sugestión?

Íbamos con mi novio a buscar un libro que compró por internet, él había intentado ir otras veces pero la dueña era muy estricta con los horarios "hasta las 20 hs" y siempre se le hacía tarde. Entonces andábamos justo por la zona Congreso, ahí por donde vos trabajás, y me dice de ir, que tratemos de llegar antes de las ocho. No lo podía creer, era el mismo edificio que miraba todos los días cuando salía del subte, además yo tengo como esas ganas de entrar a los edificios viejos de la ciudad ¡me encantan! por el diseño que tienen, por los ascensores viejos. Casualmente, la señora nos hizo pasar al edificio, lo cual, debo reconocer, a mí me dio un poquito de miedo.

Bueno, llegamos, nos abre la puerta, pasamos, y la cierra rápidamente, le dice a mi novio que ya le trae el libro y nos quedamos los dos absortos por la atmósfera particular del lugar y una música clásica proveniente de adentro de una habitación quizás. El espacio es reducido, la pared de nuestra izquierda tiene dos puertas, una parece un depósito, en frente nuestro hay una puerta vidriada y a nuestra derecha un espejo y dos sillas. Todo el mobiliario es antiguo y la luz tenue de tono ocre.

La mujer se pone a hablar de los libros, que los quiere vender, que ya no tiene más lugar y se va a mudar, también critica al peronismo con vehemencia. Habla mucho, una hora entera quizás, pero mi mirada percibe que en la silla hay una figura humana, un hombre de unos sesenta años bajito, flaco, medio pelado, con anteojos redondos y que está fumando. Lo veo levantarse de la silla muy enojado, como rezongando y le dice a la mujer que nos deje ir y que se calle de una vez por todas. Ella sigue hablando como si nada y yo lo miro a mi novio y le hago señas pero él no me dice nada y también sigue charlando. En un momento la mujer nombra una reciente muerte que la tiene muy angustiada, su marido falleció de cáncer y era de él la biblioteca. Nos sigue diciendo que fue muy fuerte para ella, que la afectó, que los libros están todos apilados ahí en su biblioteca y que ella los tiene a muy buen precio, que quería venderlos todos pero quizás algunos van a ser donados a alguna biblioteca. Yo me quedo mudo, y vuelvo a mirar al viejo, el sillón está vacío pero la música clásica parece volverse cada vez más fuerte, no tengo miedo, lo que siento es unas ganas casi incontenibles de decirle a la señora que el viejo está ahí, al lado de ella y que no la aguanta más, que no quiere que venda sus libros y que lo sigue atormentando hasta muerto… Cuando el reloj de pared marca las 20:00 hs ella corta abruptamente la conversación, abre la puerta y nos despide. Subimos al ascensor y yo le cuento todo, él se ríe. ¿Vos que opinás Vir? ¡yo te juro que lo vi!

besis, espero que andes bien,

Ari

martes, 6 de diciembre de 2011

Benito, La Boca


Vete a mirar los mineros,
los hombres en el trigal,
y cántale a los que luchan,
por un pedazo de pan.

Atahualpa Yupanki, El poeta


Corriendo descalza por las escaleras, sí, a la hora de la siesta me hacía la dormida y después me escapaba de casa. Él siempre tan contento, me recibía a mí y a otros chicos del barrio en su taller, a veces hasta la merienda nos servía: mate cocido con leche y galletitas Manón. Ahora la gente me dice: "mirá que estabas con un grande, qué lástima que no te dio un cuadro, ¡sabés lo que valen ahora!" pero para mí esto no tiene que ver con la plata, no sé, yo todavía lo recuerdo con cariño.

Y ahora vuelvo a la casa, al museo, después de tantos años, ¿sería esta la casa o era otra? yo creo que era esta. Hoy sábado de casualidad bajamos del colectivo 53 con mi marido el Tito acá, queríamos ir a Caminito pero bueno, entramos. Qué grande estoy ahora, con tantos kilos de más, son como tres pisos, estoy muerta, pero cuando llegamos a la sala veo los cuadros. Me quedo parada ahí mirando, no lo puedo creer, ¡la pucha! ¡cuántos colores! son tan lindos todos:



Estoy como triste, no entiendo nada de esto pero lo siento todo acá, acá adentro, del corazón ¿viste? Trato de acordarme más de él, de cómo me trataba, pero ya son muchos años, qué vieja estoy, recordando todo, para mí que debe ser eso, me vino el viejazo.

El Tito se fue a la terraza a fumar y me dejó sola así que aprovecho para seguir mirando y me encuentro con unos dibujos tan tristes, de despedidas en el puerto. Me imagino esos hombres grandes, enormes, con las manos secas, todas lastimadas de tanto cargar bolsas y las mujeres llorando. Yo creo que es como me decía mi abuela de chica, si el río sube es porque la pena anda dando vueltas. Y sería tanta tristeza acumulada la que hacía las inundaciones, la de veces que tuvimos que correr con los muebles, ir a la casa del tío Pedro en La Matanza, que viaje enorme, de solo acordarme ya me canso.



Me acerco más y veo el lápiz negro marcado, o la tinta, yo creo que debe ser tinta de esa que nos hacían poner a los dibujos con crayones aceitosos. Pintábamos con tinta china negra, la dejábamos secar después raspábamos con un punzón y salían los colores de abajo. Tan lindo, tan colorido todo. Mis colores favoritos eran azul y violeta.

Me acuerdo de la pintura acá tirada por todos lados, él hablaba tan poco, pero era generoso y andaba mirando atento todo para después pintarlo. Mi hija me dijo que era óleo lo que usaba o algo así, como que da relieve, parece que los que pinta se salen para afuera. Es todo tan lindo pero tan triste a la vez, mirá como cargan las bolsas todos transpirados, mucho esfuerzo, y qué cansados deberían estar, ¿cuánto trabajarían? ¿diez horas? más quizás. Los recuerdo tomando la cervecita o el vermú en los bares, cuando pasaban las chicas jóvenes del barrio les gritaban de todo, locos se ponían. Alguno que otro se pasó de copas alguna vez y terminó dormido afuera, el dueño lo echaba a patadas y cerraba la persiana, como si te he visto no me acuerdo, lo que importaba era que paguen.



Ahora me quedo quietita mirando la ventana pero nada que ver, todos turistas con las camaritas esas modernas ¿digitales son no?, esos colores pintados, el puente. Está la ventana, la misma ventana y una madera con pintura seca, me molesta un poco el sol pero logro ver todo. Unos nenes corren jugando, el perro le pide comida al del puesto ese de la calle y todo en ese cemento tan gris, con escalerita, tan coqueto todo que antes era tierra y río, barro por todos lados. Ellos se fueron nomás, los marineros, los peones, las mujeres y... ¿por dónde andarás Quinquela?



viernes, 2 de diciembre de 2011

¡Ese!

"John nunca te olvidaré. Ni con el pasar
de los años porque fuimos eternos en
aquel instante fue un instante apenas
pero en él hicimos un comentario del mundo
y de nosotros mismos. Mi hermano"
Clarice Lispector Revelación de un mundo


El humo del cigarrillo le molestó tanto que levantó asqueada la mirada. Un señor de bigotes hablaba con dos hombres en el puesto de diarios de la avenida Alem. Esa cara, la sonrisa un tanto maligna. Él apenas la divisó. Inofensivo, anónimo, la joven le robaba un pedazo de su historia.

Dos años atrás una pareja esperaba para ingresar al subte en estación Puan, implementaban la estrategia de subir rumbo a la última estación para regresar sentados hacia Plaza de Mayo. El hombre ingresó apurado y se sentó junto a la señora pero después subió una chica embarazada. La chica se aproximó el hombre y le pidió el asiento lo que provocó que se levantara furioso diciéndole que era una tarada, que esperara para sentarse, la insultó varias veces. Finalmente el hombre bajó y ni bien arrancó la formación la chica embarazada le hizo burla desde adentro dirigiriéndole también insultos varios.


El viejo del subte ahora fumaba y charlaba, el viejo de bigote en Alem en el puesto de diarios. El recuerdo se materializa en imágenes, como en una película muda.

Hay personajes famosos de la ciudad que también recuerda como el que canta en un dialecto incomprensible con un papelito en la boca en línea D. Canta y baila con un viejo walkman colgado en la cintura. Pensó que solo habitaba los túneles pero una vez lo encontró caminando por Lavalle.

Recuerda casi todo, caras, situaciones, imágenes que se actualizan en un instante por alguna razón desconocida. Pero también se cruzará a un joven que lleva del brazo una prostituta por la Avenida Corrientes. Un hombre mayor de traje con un escudo, quizás conserje de algún hotel perdido en la ciudad. La mujer que se coló en el supermercado y después se peleó con la cajera. El de rastas del grupo de música cubana que a la mañana toca solo los tambores en la línea B. Una pareja besándose de noche en medio de la vereda y los gatos de la facultad de medicina comiendo alrededor los restos de comida que les llevan todos los días a las 20:30. A ellos los olvidará:



La enredadera de domingo
subió por tus pies
te cubrió la cintura
en ritmo ascendente

Vas rápido todo verde brillante
ojos caracolados

Casi árbol
brotando enceguecido
disfrutás el trayecto
único e irrepetible
solito y solo VOS