Avenida Rivadavia. Once. Un nene de unos once años está desparramado en el umbral de un kiosco. Come, devora, un pedazo de pan. En la otra mano tiene un vaso. En la oreja un cigarrillo. Pienso en Crónica de un niño solo de Leonardo Favio, en la corrida final de Antoine Doinel en Los 400 golpes. La composición de cada uno de los planos. Los movimientos de cámara que siguen a los personajes (travellings). Las miradas finales.
Avenida Rivadavia. Yo veo un fenómeno estético. Mi mente se alejó en escenas. Me alejé de él. No sufro el hambre de ese niño. Mi léxico, otro abismo. El nene, el pibe. Mis tripas no se retuercen. No siento la suciedad impregnada al cuerpo. No conozco la densidad del asfalto y las veredas. No aborrezco al que me ignora cuando le pido una monedita para comer doña. No sé lo que es deambular sin fuerzas. Apenas camino un poco y ya me agobia la ciudad, el ruido, la gente.