miércoles, 27 de marzo de 2013

Percepciones

Avenida Rivadavia. Once. Un nene de unos once años está desparramado en el umbral de un kiosco. Come, devora, un pedazo de pan. En la otra mano tiene un vaso. En la oreja un cigarrillo. Pienso en Crónica de un niño solo de Leonardo Favio, en la corrida final de Antoine Doinel en Los 400 golpes. La composición de cada uno de los planos. Los movimientos de cámara que siguen a los personajes (travellings). Las miradas finales. 

Avenida Rivadavia. Yo veo un fenómeno estético. Mi mente se alejó en escenas. Me alejé de él. No sufro el hambre de ese niño. Mi léxico, otro abismo. El nene, el pibe. Mis tripas no se retuercen. No siento la suciedad impregnada al cuerpo. No conozco la densidad del asfalto y las veredas. No aborrezco al que me ignora cuando le pido una monedita para comer doña. No sé lo que es deambular sin fuerzas. Apenas camino un poco y ya me agobia la ciudad, el ruido, la gente. 

miércoles, 20 de marzo de 2013

La espera

Su cabellera con pelo corto negro se paseaba de un lado al otro. Cada vez que se abría la puerta se lanzaba y miraba hacia adentro. No entraba. Los lentes apenas tamizaban sus densos ojos oscuros. El ruido de la avenida era persistente y sólo se interponían las columnas de cemento. Se llamará Julia.

El resto de las chicas que esperaban hablaban entre ellas, sonreían, lucían sus pantalones ajustados y remeras cortas. Julia tenía una remera amplia y estaba sola. Caminaba como escondida. Quise hablarle, intuí que había algo que quería decirme, sentí su silencio. Y Julia habló, habló desde sus vísceras. Contó que esperaba una vacante, que repitió de año porque no quería zafar, que ella quería aprender, no que la aprueben por lástima. Julia estaba triste, algunos problemas familiares que no supo separar del estudio le impidieron aprobar las materias. Matemática. No me gusta matemática. Y a Julia la escuchamos, la escuchamos toda entera muriendo y renaciendo ante nosotros. Nos fuimos deseándole suerte.


El estudiante  (Joaquín Giannuzzi)

Inclinado hacia el libro ofrece
su atormentada cabeza
al cuchillo del conocimiento. ¡Cuidado muchacho,
que van a decapitarte! Su cerebro arde
como un rencor no resuelto, sometido
a la obligación de la tumba: todo lo que debe saberse
para después vivir por razones entumecidas.
Levántate y anda, patea la mesa, el lenguaje
de la vida que otros han consumido
para que nazca una relación creadora
entre tus ojos y el sol, el yo
libremente encadenado a los días personales.


domingo, 3 de marzo de 2013

Feria americana

Los dedos van y vienen. Se la ve tras el la vidriera, concentrada. Esos mismos dedos van y vienen desde hace unos diez años cuando se le ocurrió que sólo le bastaban dos vestidos y algunos pulloveres para sobrevivir. Después empezaron a llevar mercaderías los vecinos, algunos ilustres, otros no tanto. Una cosa que le llegó y todavía conserva es un enterito chiquito, como de bebé, celeste, bien reluciente. Alguna vez jugó a ser eso pero ya no más, ahora está vieja y seca, seca por todas partes, marchitándose más que la ropa, a punto de extinguirse. 
Los dedos pasan meticulosamente entre los ojales y Milva siente un aroma. No, no son todas esas cosas viejas, es el olor mismo del hospital, desde el hospital, en el hospital, una noche de verano adentro de terapia intensiva. Milva tiene una meticulosidad precisa que evita que se pinche los dedos en ese ir y venir. Las gotas del suero, un tic tic constante acompañado por el pecho que se inflaba a medida que la máquina impulsaba el aire. Jamás se atrevió a tocarlo, apenas se animaba a deslizarse por la sábana fría, todo frío, el alcohol en gel de las manos y las palabras inentendibles. Alguien toca a la puerta y Milva se levanta dispuesta a atender con la más cordial sonrisa, la de siempre.