domingo, 29 de noviembre de 2015

Menos cielo

Los botines se aferran al piso plástico e impiden el balanceo del cuerpo. Los mismos piecitos que se aferraban al Paraná y corrían por las calles de Ayolas. Los dedos buscan hundirse en el barro.
El pasto sintético arde en las rodillas y él recuerda una vez más. Esta vez las moras se aplastan en las veredas ensuciándolas, ese pegoteo que los nenes esquivan y que le recuerdan a sabor antiguo, a pequeño robo planificado.
El sudor se hace notorio y denso. Ese mismo hedor
 que se mezclaba con agua fresca, correntada.
La luna, cree ver la luna reflejada en un charco de la General Paz. Tiene menos cielo pero insiste en aferrarse a esos pequeños momentos de lo que nunca se va olvidando.
El número 7 de la camiseta y el nombre, "Pato", contrastan con las remeras agujeradas. En invierno y en verano la remera amarilla desgastada que se prolongaba en los dedos maternos con hilos de colores.
De un área a otra: piques, codazos, roces. 
Volver a casa. 


jueves, 12 de noviembre de 2015

Nadadores

Los dos sentados, uno al lado del otro, como casi siempre, juntos. Están en frente al papá que sigue el recorrido por la ventanilla. Los mismos ojos, casi la misma cara, pero separados por un abismo de cinco años. 

El menor mueve los brazos al estilo pecho y la mirada del mayor se desliza en los movimientos. Hace señas de que no, que otra vez... Reitera el movimiento y mueve la cabeza negando, que no es así, es otra cosa que nunca nunca va a entender. Así, así, ¿¿¿ves??? 

Los gestos y movimientos se aceleran. Refunfuña, está a punto de llorar. El resto del viaje permanecerá silencioso observándolo de reojo.  





sábado, 31 de octubre de 2015

Instantánea



Una nena le grita a su mamá. No la escucha, está con sus tres hermanos y un carro destruido que arrastra con fuerza. La nena grita en dirección a un auto, se agacha: "la paloma, la paloma". El auto frena, se baja el acompañante del conductor y se agacha sobre el pavimento. Los brazos salen con paloma. La deja sobre la vereda al lado de la nena que ahora salta y se ríe a carcajadas. 
La madre nota la situación y comienza a reírse. Nos miramos, nos encontramos con madre, nena, conductor y salvador. El tipo se bajó nomás, se-ba-jó. 
Atrás los autos tocan bocina de forma desenfrenada. En la vereda pasa la gente con un ritmo frenético. Nosotras seguimos a ritmo lento de paloma. Felices y moribundas.

domingo, 4 de octubre de 2015

Las tristezas



Voy por la calle pensando en que lo tengo que escribir, en cómo escribirlo. Aminoro el paso por Callao y balbuceo algunas frases. Se me va a escapar, si a esto no lo escribo se me escapa, necesito imprimirlo en algún lado. No puedo escribir en un papel como otras veces, voy caminando, no me detengo. Pienso en algunas frases que me suenan lindas, poéticas. Se me vienen imágenes: el colectivo, la noche. Una mujer mayor que observa a la chica. Recuerdo mi risa contenida.
Cuando estoy llegando a tomar el subte observo a un hombre bailando y cantando al estilo Mona Jiménez, con la manito para arriba y para abajo. Cruza Bartolomé Mitre a todo ritmo cantando "¿quiénnnnnn se ha tomado todo el vino oh oh oh?".
La frase no va a volver, ni sé qué extraña conexión encontré entre el bailarín y la chica del colectivo. Imaginé que le bailaba a alguien, que quería que alguien sonría. Imaginé que no era sólo una sino más de una, tristezas.

Estridente suena la voz. Desde el celular que cuelga en sus manos alguien canta, un canto de cancha. La voz metálica resuena fuerte, retumba en el medio del colectivo casi vacío. Algunos se ríen, otros miran para ver de dónde viene. No saben. Y ella ríe, ríe desde adentro, ríe con dolor profundo.
Alguien dice en el medio de la noche que vamos vamos, que ganamos, las cosas van a estar bien, Adri sos una capa y ya va a pasar. Canta como si estuviera en la cancha pero se nota un ausencia total de sonido circundante. Ambas están solas. La voz femenina va y viene del celular. La pasajera sigue riendo con todas sus fuerzas hasta que se percata de que no está sola, que hasta el colectivero bajó el sonido de su radio para escucharla.
Adri silencia el celular y sigue mirando la pantalla durante todo el viaje. Son dos que viajan en medio de la noche. Se quieren. Cuando llegue y la presencia de la casa se imponga, cuando sienta que otra vez todo le pesa, ahí aparecerá nuevamente la voz de Adri. Y reirá, reirá mil veces, encontrará su propia canción.




domingo, 27 de septiembre de 2015

Las horas



Chyou espanta palomas. Desconoce el ritmo que le imponen colectivos y autos a la avenida, para Chyou el mundo se reduce a la fuente, el pasto, algunos nenes y las palomas.

Cuando llegó a la Argentina, una de las primeras palabras que aprendió fue Rivadavia. Aprendió muchas más que con el tiempo se le fueron escapando. Palabras, mundos, gente, todo se le iba imperceptiblemente. Chyou no se resistía, seguía el ritmo desacelerado de los días. Esos días que se acumulaban en una especie de engrudo inconcluso en el que se destacaba la plaza.

Los sábados a veces hay feria de las naciones con puestos, inflables, música, gente y comida. Chyou, sin embargo, prefiere los días apacibles de fútbol, los silencios intermitentes y el ritmo de termos y mates.

A veces Chyou espanta palomas. Es un momento breve pero extremadamente intenso. Chyou despliega la totalidad de sus fuerzas en accionar el botón, el dedo lo oprime suavemente y la silla se impulsa y avanza. Avanza despacio pero Chyou siente en ella la eternidad. Cuando las palomas vuelan Chyou las observa, se pierde entre cielo, alas, verdor. Y cuando cree haberlo logrado, cuando siente que es suyo el instante, la enfermera agarra la silla y cariñosamente le dice que ya es hora de volver, que se hizo tarde. Chyou muere una vez más.


Poema de Miguel Ángel Bustos


domingo, 13 de septiembre de 2015

Adiós a Pichín, el rey de la pizza canchera



Esta entrada fue realizada por Daniela De la Cruz

A fines del año pasado se me ocurrió, por una especie de deuda pendiente, pasar por la pizzería Pichín, ubicada en la calle Matheu, en Balvanera. Ahí fue el lugar en el que por primera vez sentí felicidad (a eso de los dos o tres años) cuando mamá iba al colegio nocturno y papá, como cocinaba horrible, me llevaba a este pequeño local. Me sentaba en unas banquetas que para mí eran para dinosaurios y le pedía a Pichín (cuyo apodo era el mismo que el de su negocio) una porción 
de cancha con una Fanta. Durante años quise hacerle saber a mi querido Pichín que su fórmula inigualable de preparar la pizza canchera (juro que el resto de las pizzerías son una farsa al lado de su fórmula), el modo dulce en el que me trataba a mí y las conversaciones alegres que mantenía con mi padre, me habían impreso uno de los recuerdos de afecto y de generosidad más importantes en mi vida. 

Me bajé del 95 recordando que Pichín tenía que enterarse de cómo disfruté hasta los cinco años de ir sistemáticamente ahí, siempre yo saltando, con dos colitas, por toda la casa porque papá me decía: "¿A que no sabés a dónde vamos hoy?". Que el lugar, las banquetas, el logo de Pepsi viejísimo colgado en la pared, las vitrinas, su mostrador, parecían haberse contagiado de la afabilidad de su dueño. Y que todo ese pequeño mundo, al menos para mí, fue como un oasis, por las penurias que vivían mis padres, jóvenes e inexpertos (recién llegados del interior), en su trabajo de encargados de edificio y que yo veía a y vivía a diario.
Me recibió encantado, hizo que probara todos los gustos de pizza. Y tímidamente le fui contando todo lo que recordaba. Pichín estaba asombradísimo y muy muy feliz: "Nunca me hubiera imaginado que alguien tan joven como vos sintiera todo eso por mi negocio, que lo emprendí con tanto esfuerzo, en el mercado Spinetto, allá, por los años sesenta".


Hace diez días Pichín se fue este mundo y siento el corazón roto. Recuerdo su último abrazo, que fue largo y tendido, y lo que me dijo: "Vení cuando quieras, nunca te haría pagar nada, gracias por compartir conmigo algo tan lindo"
Te voy a extrañar, amigo del alma de mi padre y mío.
Sos una hermosa persona y tuviste un gran corazón
que pocos -muy pocos- tienen en esta vida.


domingo, 16 de agosto de 2015

Invasión



Yo era un tipo repiola, un tipo a la moda, con estilo. Todos los días antes de trabajar iba a mi bar favorito, me pedía mi Vainilla Latte y caminaba por la calle sintiéndome especial. Primero me escribían en el vaso "Jorge", porque así me llamo, pero después preferí llamarme "George". Agarraba mi bolsita de cartón con unos muffins y esa era mi forma de caminar por las calles porteñas, mi cadencia particular. Cierto balanceo estratégico para que los productos predominaran.
Empecé a reemplazar el vasito por una taza térmica, de esas color plata y, por supuesto, con el logo del café, ni daba comprarla en Once... Esto me permitía ingerirlo en el subte o esperando el taxi. Las manos abrazando la taza también me daban un estilo muy sofisticado.
Y también me convertí un especialista en selfies. Creo que fui uno de los primeros en hacer trompita, un tipo de avanzada. Después me abrí una cuenta en Instagram, obviooooo. Fui especializándome en filtros, supe elegir los que más me favorecían a mí, a mí y a mi taza térmica, por supuesto. Menos brillo, más contraste.
Mi gran vicio fue el Twitter, mi vida se convirtió en un reality muy cool: Saliendo del cine (foto con el vasito), Comiendo con amigos (todos mostrando nuestros Frapuccinos), Trabajando relajado (selfie en la que se ve mi tablet y parte del local con filtro verde), No soportaría este laburo sin café #listolodije (selfie con trompita en la que se ve el escritorio repletos de papelitos de colores).
Y se aparece esta mujer, Juana. Juana era muy vintage, pero no del estilo Palermo, que era el que a mí me gustaba. A simple vista era una chica de barrio, casi siempre vestida de negro y con unos lentes con muchísimo aumento que se le hundían en la nariz. Juana me mostró algo que no conocía de la ciudad, algo que según ella estaba en vías de extensión.
Yo sé que mi Juana se horrorizó cuando le dije que prefería el café en vasito, pero su afecto la hacía tiernamente condescendiente. El rencor se convirtió en una obstinación de recorridos en apariencia sin rumbo fijo pero con intencionalidades encubiertas. Cualquier salida porteña terminaba en El gato negro, la Richmond Los Galgos.
Debería hablar de mi primera vez en cada uno de ellos. Sentí el aroma de especias que confluían en el vapor del tibio aliento de Juana. Saboreé el té de mandarina que hoy me recuerda sus besos. Vi su mirada triste en un rincón de los espejos destruidos. La amé secretamente recordando un pasado que se me volvía lejano.
Comencé a sentir que no había filtro que imite la coloración de las luces de esos bares. Mi mirada, no el celular, recorría cada nuevo espacio reconociendo lejanías.
Nunca más volví a ver Juana. Creo saber por qué. Juana se fue, huyó quizás, viendo como su obstinación no revertía la destrucción de cada uno de sus lugares. Lugares en los que el flujo del dinero avanzaba con obstinación familiar. Una de las múltiples traiciones a las que nos tiene acostumbrados la ciudad. Pero con Juana no, Juana no pudo soportar tanto regocijo perverso.
Creo que aquí debería decir que yo no me fui pero, sin embargo, me quedé con una angustia pronunciada y me siento un pelotudo. Un pelotudo que también es Juana añorando el pasado que un empresario vende en Internet. Un pelotudo que siente que lo que se pierde no se recupera y que la guita se va, inevitablemente se va.
Me quedan los besos de Juana. Me queda la mirada triste de Juana despidiéndose. Juana resiste, quién sabe desde dónde, y me ama en silencio en los espacios a los que nunca más vamos a volver. Ni ella ni yo, eso lo sabemos.

domingo, 2 de agosto de 2015

Territorios



Me dice que la lea, que la tengo que leer. Lo dice con una certeza que resuena pese a la ciudad y que la llena de espacios recorridos. Hay mantras necesarios y Gabriela Massuh es uno de ellos.
Primero fue La intemperie. Alguna vez me explicó que las novelas que más disfrutó son las que vuelven con paisajes, lugares, situaciones. Y a esta novela la leyó en Los galgos, bar que ya no está en la ciudad.

"(...) vieron de inmediato la destrucción de una topografía que había
tenido la identidad de sus habitantes y era sustituida por zonas de 
nadie construidas con patrones estándar, iguales en todo el mundo, para 
incentivar el consumo de productor también iguales en todas partes"


Desmonte, por el contrario, constituyó una lectura de interiores. Esta vez, me dijo, necesitaba descansar de tanto centro, apuro y ruido. Sintió, con Catalina, la protagonista, que se abrían nuevos recorridos. Sufrió con ella. 


"Como en todo momento de identidad, el mundo había dejado de 
existir. Sólo faltaba que uno de los dos se decidiera a cruzar 
el umbral que le ofrecía el otro"


Tardó más de lo que creía en terminar de leerla. Las historias se habían profundizado tanto en su cotidianidad que se resistía a abandonarlas. Allí leyó lo que necesitaba leer, la urgencia de los pueblos originarios, la violencia del silencio impuesto por medios de comunicación y gobiernos.


"Para los pobladores originarios de la zona son ´las tierras del ingenio´.
En su origen, el paisaje verde y ondulado estaba cubierto de fértiles
bosques subtropicales donde vivían guaraníes, chiriguanos, kollas
y algunos tobas" 


Ayer empezó con La omisión. Leyó las dos primeras páginas en el colectivo y como no tenía lápiz no avanzó. Porque necesita marcar el texto, porque la prosa de Massuh la atrapa y exige constantes lecturas y relecturas.


"La naturaleza también tiene brazos y cuando los alarga
cede la pesadumbre"




* Nota aclaratoria 

Se han intercalado con este color citas de las siguientes novelas:

Massuh, Gabriela. La intemperie. Buenos Aires: Interzona, 2008. (Página 12)
Massuh, Gabriela. Desmonte. Buenos Aires: Adriana Hidalgo, 2015. (Páginas 19, 113 y 192)



domingo, 26 de julio de 2015

Viajes



La madera golpeando contra el asiento
en cada salto, en cada frenada.
La mujer
juega al solitario en el celular.
Entre las piernas, la guitarra.
Sé de tus manos sosteniéndola
reconozco tu mirada preocupada
ante cada movimiento brusco.
Creo oír tus quejas
acompañadas por la toda la fuerza para
sostenerla.
Sin embargo, ahora veo nuevamente a la mujer
lo que veo me habla más de ella
que de su guitarra.

domingo, 19 de julio de 2015

Paura, poesía

Podría empezar diciendo:
La poeta boliviana Paura Rodríguez Leytón visitó Buenos Aires por el VII Festival Latinoamericano de Poesía en el Centro

Prefiero decir que Paura se hizo ciudad. La ciudad que atravesó con Cortázar y que sintió en Pizarnik. Esa misma que ella denominó cruel y que estuvo a punto de devorarla entre subtes nuevos que le resultaban desconocidos.

A mí, lectora de su obra, se me ocurrió llevarla a El Tortoni. Quería, sin embargo, que conociera Los Galgos... La crueldad. Aparecieron el espacio en blanco, sus libros y la influencia de su padre. El dador de poesía, creador de mundos. Pequeña Paura. 





Debería hablar de intensidades. Unos pocos días. Tantas lecturas. Nos fuimos corriendo a la Biblioteca Nacional de Maestros para que pudiera ver la biblioteca de Alejandra Pizarnik. Buscamos unos libros, los que recordaba haber visto: Octavio Paz, Haikus, Katherine Mansfield. Y ahí Paura recobró el tiempo, su tiempo, para acercarse/ser/sentir Alejandra.

Mientras, yo seguía atada la rutina. Paura leía. Recuerdo sus dedos recorriendo las hojas, preguntándose por los colores, las marcas. Paura seguía inmersa. Intenté capturar algunos momentos. Algo, sin embargo, se escapaba. Ellas. Las poetas. 



La escucho a Paura leyendo. Son muchas las voces. Recuerdo un poema suyo del libro Pez de piedra:

          Persiste el zumbido
          en el que caigo
          buscando la palabra
                                           silencio,
         que luego
                  me asusta.



Y se me mezclan los recuerdos porque recién hoy, varias semanas después, escribo. Sé que mucho se me perdió y que me va a asaltar por momentos recordándome que la conocí. El sabor a chocolate con pistacho.

La escuché hablar de la poesía. Ritmo interior de los poemas. PAUSAS. SILENCIOS. TONALIDADES.

Hubo un día en el que visitamos el jardín botánico. Todo renace con ojos de poeta. Lo desconocido. Recuerdo que al ver una estatua me dijo que le transmitía frío, las expresiones de los rostros. Cuando nos acercamos la placa especificaba "Los primeros fríos". 



Días después, al frío se le sumó la lluvia. Subimos a la línea D rumbo a la Casa del Bicentenario. Con esa lluvia de ciudad que tanto conocemos, los dos. Adentro el festival estaba concluyendo. La abrazamos, nos despedimos. Volvimos a sentir el sabor a chocolate. Los encuentros de ciudad. Y el tiempo, otro, elástico. 

Recordé cuando nos conocimos en el hotel, mi bufanda enorme que se iba desenredando. Recordé la caminata por Avenida de Mayo. Todo eso y más, recordé. Al resto, la poesía.


domingo, 14 de junio de 2015

Donde estés

Pasaron varios días, meses y hasta años... Nunca me animaba a ir porque me daba nostalgia y porque no sabía qué decir. Qué ni cómo, pero si a quién. Pensar en él me remitía inevitablemente a Los Galgos, el bar que se transformó en carteles de venta y destrucción. Sabía que me había afectado pero no podía imaginar qué sentiría él que iba habitualmente allí a desayunar. No menos de treinta años repitiendo la misma rutina.

El viernes pasado me animé y fui. No lo tenía previsto pero me desvíe del camino y entré a la galería de enfrente del bar. Entré y a simple vista no me pareció ver el local. Seguí hasta el fondo, era el último. Una mujer mayor se me adelantó y tocó la puerta del local con su mano llena de tiempo. Se puso triste, miró hacia ningún lugar y en un suspiro preguntó por él: "Miguelito, qué te pasó, ¿dónde estás?". El cartel anunciaba otra ausencia prolongada. Miré a la mujer y le pregunté si lo conocía, le hablé de Los Galgos pero no llegaba a comprenderme. Me volvió a hablar de Miguelito, que no estaba bien y deslizó que no quería pensar en "lo peor". "Peor" resonó en mí llenándome de angustia. Peor era no haber ido antes. Peor era no haberle llevado las fuente de plástico de medialunas para que él vuelva elegir las suyas. Ahora te regalo la docena con el café. Con ese silencio rutinario nos llenamos de pasado y lo recordamos. Sabemos que Horacio va a volver a teclear la caja registradora y nos vamos a ir pensando en regresar como todas las mañanas.





martes, 2 de junio de 2015

Correo sentimental - Primera entrega


Xaviña, España, domingo 31 de mayo de 2015 

Estimada Virginia:

No tengo la menor idea de por qué te escribo, soy un tipo tímido al que no le gusta que lo lean. Pero te escribo. Te estoy escribiendo ahora todo lleno de árboles. Al lado está el gato que busca una caricia, adelante está esta la netbook titilando. No hay mate, sí mucha pena.
Me veo con veinte años menos caminando por avenida Corrientes. En ese momento estudiaba  y me la pasaba metido en las librerías. Compraba de todo y lo devoraba con intensidad. Noches enteras de pucho, café y libros. Sería, más bien, libros, libros, pucho, libros, pucho, café. Del departamento a la avenida, caminaba como poseso. Los libreros me conocían y me recomendaban siempre algo nuevo, algún autor favorito. Yo en esa época ya me había enamorado perdidamente de Hebe Uhart. Los recuerdos se me van como hilos. Si supieras Virginia, ya no tengo ni la mitad de mis libros. Mis que son simplemente libros. Enterrados, perdidos, prestados. Y vuelvo a mirar los árboles. No veo nada, ya no siento nada.
Gran parte de mi vida quedó allá pero hay algo que me vuelve continuamente, lo aprendí de memoria, es el prólogo de Haroldo Conti a un libro de cuentos de Hebe, decía: "Hebe Uhart, para su desgracia, es definitivamente una creadora. Ni aclara, ni completa una realidad conocida. Revela o, mejor dicho, ella misma es una realidad única, distinta". Y vuelvo a mi realidad como si fuera un cuento de Hebe lejano, leído en las circunstancias que añoro entero. Es que estoy tan lejos de todo. En este momento el gato se da cuenta, se acerca y me ronronea. Cree que soy yo el que lo acaricia a él.

Un abrazo, Ricardo





domingo, 24 de mayo de 2015

Ellas

Clara

Los dedos estirándose, desesperados, por el barro. El sabor agrio y denso de la noche sin fin. Todas las noches posibles que no caben en su dolor. 
Aparecería unos días más tarde y pasaría a ser tinta de los diarios del país. Tinta que no llora como ese día, tinta que no vuelve a sangrar sufrimiento y no puede expresar sus últimos segundos cuando la pateaba sin parar. Los gritos que nadie escuchó. El sufrimiento que nadie padeció. Los golpes que todos vieron.

Juana

El último recorrido por el barrio con toda la cara llena de vergüenza. Sus manos tomaron el vientre que ya no era de ella y las imágenes se le agolparon, una vez más. La cara del tipo, el pajonal, los gritos ahogados en un puño. Volvería a verlo varios veces más, volvería a odiarlo ilimitadamente desde sus entrañas.
Yacía ahora en la camilla ensangrentada y las voces de los vecinos retumbaban. Ya no la herían.

Obra: Punto Ciego / Ruido Blanco 2 de Julio Alan Lepez






sábado, 23 de mayo de 2015



"Y la ciudad es una oleografía que contemplamos sumergida en agua: las ondas se llevan las cosas y alteran la disposición de los planos"


"La casa de cartón" de Martín Adán

viernes, 3 de abril de 2015

Los atardecidos

Están casi ocupando la totalidad de la calle. Padre, sobrino, nieto e hijos prolijamente sentados detrás del mostrador de madera con mantel de plástico. Los hay chiquitos, los hay más grandes, por cuarenta pesitos nomás madre. 

¿Dónde están? Depende, si se mira de acá para allá o de allá para acá. La General Paz pareciera ser la referencia precisa e ineludible. El que pasa la zona liminar tomando una cerveza, el que la cruza con los brazos repletos de carteras, el que se duerme en el colectivo y el que se despierta en el Sarmiento con un golpe de pasajero que es treinta. Y ahí, ellos, en una calle más.

Se hacen las diez de la noche y hay que seguir vendiendo, sea como sea, aguantar. El padre cabecea en su banco improvisado pero el nieto le pega un golpe en la pierna y lo despierta. Se dice que no hay que dormir, que hay que vender, más, algunos más. Levanta la vista para despabilarse e intenta reconocer en ese cielo todos sus cielos. Cochabamba, Sarco, La Chimba. Pero son pocas estrellas, casi imperceptibles. Se niega a dormir, teme despertar en ese lugar que no es nada suyo y que lo retiene, lo asfixia. Inevitablemente los ojos se entrecierran, las extremidades se aflojan y la cabeza se inclina hasta que una luz lo enceguece.

Mirando las gotitas que bajan por el tubo hasta su brazo padre siente más pena todavía. Dirige la mirada a su alrededor, los busca. El silencio es denso y lo alivia. Recuerda gritos y siente el sabor tibio de la sangre, ve fogonazos y otro silencio que no es ese porque ahoga. Desconoce cuánto cielo cabe en ese dolor.




domingo, 1 de marzo de 2015

Los Galgos: la despedida



El año pasado intentó comprarse uno. Pasaba por una casa de antigüedades y lo vio, blanco, brilloso y esbelto. Le dijeron que no lo vendían, que sólo lo alquilaban para publicidades. 
Nunca le interesaron esos animales pero el bar y la novela de Sara Gallardo habían logrado una atracción tan profunda como contradictoria. Escuálidos, sofisticados y también enigmáticos. Perro flacucho.
La semana pasada cuando caminaba por Las Heras vio una mujer adherida a ropa gimnástica con uno de ellos. Vio a la mujer y al perro superpuestos, la mirada disfrutaba del perro. Ningún presagio, pensó en ese momento, el galgo con su dueña. Siguió caminando y recordó la sonrisa de la mujer que se percataba de que alguien, por fin alguien, la había divisado en medio de la multitud. Ni salchicha, ni caniche, ni labrador, un perro flacucho.
Algo esquivaba, aunque lo presentía. Un mensaje en Facebook advertía el cierre y ella prometió averiguar pero durante una semana evitó el recorrido habitual. Supuestas llegadas tarde serían la excusa perfecta...
Pero el día finalmente llegó con la mirada impregnada en la cortina de metal. Buscó, como siempre, el cartel escrito a mano que dijera "Cerrado por vacaciones". La opacidad del metal contrastaba con los recuerdos espejados. Decidió preguntar en el kiosco de al lado. Un empleado le dijo que seguro estaban de vacaciones pero otro, mucho más seguro, aseveró que no volvían, que esta vez cerraban para siempre...
¿Siempre? ¿Qué es siempre? Siempre eran las manos delgadas y venosas deslizándose por el mostrador. Lunes a viernes. Seis a veinte horas. Siempre eran los dos cafés, el tostado, las medialunas. La voz ronca, hueca desde atrás. Los movimientos calculados del mostrador a la caja registradora. Horacio diciéndole que pase y ella, emocionada, mirando desde adentro hacia afuera.
Recordó, podría decirse que recordó, pero sería más bien un revivió. Porque sintió las manos rugosas llenas de tiempo estrechándose en un saludo cotidiano. El cansancio de los días y la necesidad de seguir respirando allí, como forma de resistencia al avance de lo moderno: "Acá primero se consume, se charla y después se paga". 
Pensó en el sastre Miguelito que elegía todas las mañana sus medialunas. Pensó en los barrenderos que tomaban agua sentados en las sillas de afuera que daban a Callao. Pensó en el mozo que recordaba todo y a todos sin necesidad de diálogos excesivos, con la sabia precisión de los años. Pensaba en ellos. Pensaba en ella. 
Le había tomado dos años entrar a ese bar. Pasaba y lo miraba con admiración, lo disfrutaba. Había entrado silenciosa a tomar un café y a leer "Pubis angelical" de Puig. Espiaba entre páginas a quien después sería Horacio. Se animaría a hablarle. Disfrutaría cada palabra recuerdo. Fotografiaría los rincones con un exceso de nostalgia. Sentiría la necesidad de que todos sepan de su existencia. Atosigaría a amigos y desconocidos con la frase: "Tenés que conocerlo, es el único bar que se mantiene intacto pese al paso de las años".
Repite mentalmente la frase: "El único bar que se mantiene intacto pese al paso de los años". El verbo en presente. 


"Vuelan los galgos abriendo una estela verde en la flor amarilla. Se persiguen. Chispa a la cola negra de Flecha. Flecha a la cola gris de Corsario. Corsario a la cola parda de Barcino. Barcino a a cola de oro. Una ronda de cohete flexibles que disparan olvidados del mundo. Los cuatro galgos de Las zanjas."

Los galgos, los galgos. Sara Gallardo.




martes, 13 de enero de 2015

Iluminados

Avanzo. A mi derecha los pasos se alejan a un ritmo vertiginoso de tambores. Me gustaría quedarme acá. Yo avanzo a paso lento pero vos me llevás rápido, vos seguís, vos no te detenés. 
Podría preguntarte qué es eso ¿tambores? ¿hay un cajón peruano? ¿están pintados? Podría preguntarte si esos pasos son gente que baila. Me encantaría que me tomes de la cintura y como una marioneta imites en mí los cuerpos. 
No escucho chicos alrededor, pero sé, eso lo recuerdo, que siempre hay alguno que se deja ser en el movimiento ¿cuántos son? 
Mis preguntas se saltean el por qué, mis preguntas necesitan un qué, un cómo, cuánto. Sin embargo prefiero el silencio que a vos tanto te duele. Tanto como mis ojos.