domingo, 1 de marzo de 2015

Los Galgos: la despedida



El año pasado intentó comprarse uno. Pasaba por una casa de antigüedades y lo vio, blanco, brilloso y esbelto. Le dijeron que no lo vendían, que sólo lo alquilaban para publicidades. 
Nunca le interesaron esos animales pero el bar y la novela de Sara Gallardo habían logrado una atracción tan profunda como contradictoria. Escuálidos, sofisticados y también enigmáticos. Perro flacucho.
La semana pasada cuando caminaba por Las Heras vio una mujer adherida a ropa gimnástica con uno de ellos. Vio a la mujer y al perro superpuestos, la mirada disfrutaba del perro. Ningún presagio, pensó en ese momento, el galgo con su dueña. Siguió caminando y recordó la sonrisa de la mujer que se percataba de que alguien, por fin alguien, la había divisado en medio de la multitud. Ni salchicha, ni caniche, ni labrador, un perro flacucho.
Algo esquivaba, aunque lo presentía. Un mensaje en Facebook advertía el cierre y ella prometió averiguar pero durante una semana evitó el recorrido habitual. Supuestas llegadas tarde serían la excusa perfecta...
Pero el día finalmente llegó con la mirada impregnada en la cortina de metal. Buscó, como siempre, el cartel escrito a mano que dijera "Cerrado por vacaciones". La opacidad del metal contrastaba con los recuerdos espejados. Decidió preguntar en el kiosco de al lado. Un empleado le dijo que seguro estaban de vacaciones pero otro, mucho más seguro, aseveró que no volvían, que esta vez cerraban para siempre...
¿Siempre? ¿Qué es siempre? Siempre eran las manos delgadas y venosas deslizándose por el mostrador. Lunes a viernes. Seis a veinte horas. Siempre eran los dos cafés, el tostado, las medialunas. La voz ronca, hueca desde atrás. Los movimientos calculados del mostrador a la caja registradora. Horacio diciéndole que pase y ella, emocionada, mirando desde adentro hacia afuera.
Recordó, podría decirse que recordó, pero sería más bien un revivió. Porque sintió las manos rugosas llenas de tiempo estrechándose en un saludo cotidiano. El cansancio de los días y la necesidad de seguir respirando allí, como forma de resistencia al avance de lo moderno: "Acá primero se consume, se charla y después se paga". 
Pensó en el sastre Miguelito que elegía todas las mañana sus medialunas. Pensó en los barrenderos que tomaban agua sentados en las sillas de afuera que daban a Callao. Pensó en el mozo que recordaba todo y a todos sin necesidad de diálogos excesivos, con la sabia precisión de los años. Pensaba en ellos. Pensaba en ella. 
Le había tomado dos años entrar a ese bar. Pasaba y lo miraba con admiración, lo disfrutaba. Había entrado silenciosa a tomar un café y a leer "Pubis angelical" de Puig. Espiaba entre páginas a quien después sería Horacio. Se animaría a hablarle. Disfrutaría cada palabra recuerdo. Fotografiaría los rincones con un exceso de nostalgia. Sentiría la necesidad de que todos sepan de su existencia. Atosigaría a amigos y desconocidos con la frase: "Tenés que conocerlo, es el único bar que se mantiene intacto pese al paso de las años".
Repite mentalmente la frase: "El único bar que se mantiene intacto pese al paso de los años". El verbo en presente. 


"Vuelan los galgos abriendo una estela verde en la flor amarilla. Se persiguen. Chispa a la cola negra de Flecha. Flecha a la cola gris de Corsario. Corsario a la cola parda de Barcino. Barcino a a cola de oro. Una ronda de cohete flexibles que disparan olvidados del mundo. Los cuatro galgos de Las zanjas."

Los galgos, los galgos. Sara Gallardo.