viernes, 3 de abril de 2015

Los atardecidos

Están casi ocupando la totalidad de la calle. Padre, sobrino, nieto e hijos prolijamente sentados detrás del mostrador de madera con mantel de plástico. Los hay chiquitos, los hay más grandes, por cuarenta pesitos nomás madre. 

¿Dónde están? Depende, si se mira de acá para allá o de allá para acá. La General Paz pareciera ser la referencia precisa e ineludible. El que pasa la zona liminar tomando una cerveza, el que la cruza con los brazos repletos de carteras, el que se duerme en el colectivo y el que se despierta en el Sarmiento con un golpe de pasajero que es treinta. Y ahí, ellos, en una calle más.

Se hacen las diez de la noche y hay que seguir vendiendo, sea como sea, aguantar. El padre cabecea en su banco improvisado pero el nieto le pega un golpe en la pierna y lo despierta. Se dice que no hay que dormir, que hay que vender, más, algunos más. Levanta la vista para despabilarse e intenta reconocer en ese cielo todos sus cielos. Cochabamba, Sarco, La Chimba. Pero son pocas estrellas, casi imperceptibles. Se niega a dormir, teme despertar en ese lugar que no es nada suyo y que lo retiene, lo asfixia. Inevitablemente los ojos se entrecierran, las extremidades se aflojan y la cabeza se inclina hasta que una luz lo enceguece.

Mirando las gotitas que bajan por el tubo hasta su brazo padre siente más pena todavía. Dirige la mirada a su alrededor, los busca. El silencio es denso y lo alivia. Recuerda gritos y siente el sabor tibio de la sangre, ve fogonazos y otro silencio que no es ese porque ahoga. Desconoce cuánto cielo cabe en ese dolor.